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Descubrí dónde está el Infierno

Por Antonio Las Heras

He descubierto que el Infierno existe e, inclusive, estoy en condiciones de describirlo y señalar dónde se encuentra. Pero lo asombroso de mi hallazgo es haber podido determinar que tan terrible ámbito se halla en este Universo; más precisamente… previo a los últimos instantes de ésta vida misma que, ahora, nos encontramos desarrollando.

Es innecesario aguardar a desencarnar para constatar si el Infierno existe. ¡De ningún modo! La comprobación puede conseguirla cualquiera de nosotros, con sólo estar en esos momentos que anteceden a la finalización de la existencia. O bien, cuándo se atraviesa un estado tal que compromete la continuación de ésta vida terrestre y tan humana.

Ocurre que, por lo que se ha podido comprobar, el Infierno es un momento breve, terrible, al que ninguno quisiera llegar pero que, sin embargo, lo normal es que los humanos hagamos todo lo posible para terminar frente a sus puertas. Reitero: ¡en ésta vida! O, mejor aún; en lo que vendría a ser las postrimerías de esta vida.

Allí, cuando se toma consciencia de que pronto el alma abandonará al cuerpo; en esos instantes en que todavía es posible pensar, deducir, razonar; cuando surge una lúcida y vívida memoria por la cual la persona comienza a recordar todo su tiempo pasado. Eso que solía llamarse “memoria fílmica”; cual si una película documental de la propia vida estuviera pasando ante la atónita y asombrada mirada del moribundo.

Allí, en esa comprensión de que ya no hay “segunda chance”, de que no habrá tiempo para hacer todo aquello cuánto fue pospuesto, a pesar del deseo que hubo de realizarlo – cuando la mente permite, aún, darse cuenta del tiempo mal gastado – entonces ese momento es el real Infierno.

El Infierno que se encuentra fuera de cualquier idea creencial o de pertenencia religiosa. El Infierno que uno mismo se ha provocado, en ese momento tan crucial que ha de ser el previo a la muerte, por haberse ocupado – principalmente – en la mayor parte de la vida, de asuntos que – frente al desencarnar – aparecen tan triviales e intrascendentes.

 Infierno que corresponde a la intensa e inenarrable angustia de advertir que se ha pasado en balde por la vida. Pues no se hicieron las cosas que eran necesarias, sobre todo habida cuenta de que siempre se entendió que había que realizarlas. Pero, en fin, fueron siendo dejadas para un futuro tal, que nunca llegó. Por lo que se manifiesta esta metáfora infernal que es advertir que ya no podrá hacerse.

De allí que tantas personas tras atravesar por un estado de muerte clínica, deciden modificar sus vidas, mucha veces cambiándolas por completo. Esas son las excepciones de quienes sí consiguieron una segunda oportunidad y decidieron aprovecharlas.

Mas si nos interesa referenciar esto desde el enfoque científico, tal vez nada más revelador que lo escrito por la médica suiza Elisabeth Kübler-Ross (1926/2004) quien alcanzara fama internacional (junto con el Dr. Raymond Moody) por sus estudios sobre los momentos finales de la existencia humana. En su libro “La rueda de la vida”, leemos: “Mis pacientes moribundos me enseñaron mucho más que lo que es morirse. Me dieron lecciones sobre lo que podrían haber hecho, lo que deberían haber hecho y no hicieron hasta que fue demasiado tarde, hasta que estaban demasiado enfermos o débiles, hasta que ya eran viudos o viudas. Me enseñaron sobre las cosas que tenían verdadero sentido, no sobre cómo morir, sino sobre cómo vivir.”

Inmejorable manera de hacernos comprender de qué forma puede evitarse ingresar al Infierno cuando se transitan los últimos momentos de la vida. Seguramente, lo ideal es llegar a esos inevitables instantes pudiendo titular como Pablo Neruda su último libro: “Confieso que he vivido.”

Y ya que hablamos de poetas, vemos lo que ellos nos advierten al respecto. El grupo de rock Creedence Clearwater Revival, allá en la mítica década del setenta, impuso una canción titulada “Algún día nunca llega.” El conjunto musical argentino Vivencia, en un tema de los años ochenta, dice: Preocupaciones importantes te han alejado de lo simple y natural que tanto amaste.”

A buen entendedor, pocas palabras para no ingresar a ese Infierno…

Antonio Las Heras es doctor en Psicología Social, magíster en Psicoanálisis, filósofo y escritor. Su más reciente libro es “Psicología Junguiana”, Editorial Astrea (Buenos Aires.) e mail: alasheras@hotmail.com

ELOGIO DEL AMOR

Por Antonio Las Heras.

En estos tiempos donde el individualismo globalizado prevalece y se advierten tantos signos de egoísmo y miseria espiritual que conducen – ineludiblemente – a las más groseras injusticias, conviene detenerse a pensar en el amor. Esa palabra que los románticos creyeron encontrarla producto de un anagrama: el prefijo griego “a” que debe traducirse como una negación, un “no” y “mor” contracción de “muerte”. El amor, aquello que no muere. Que tiene un instante signado para su nacimiento pero que no tiene final aunque los enamorados hayan muerto físicamente.

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Claro está que el amor es mucho más – pero no menos – que ese sentimiento intenso, íntimo, fraternal que une a dos personas haciéndolas sentir un ser nuevo armónico producto de ambas partes, donde ninguno pierde sus esencias particulares pero que nutriéndose de ese modo provocan el nacimiento de un tercero que es la resultante de un entramado, de un tejido. Cuando el amor se ha dado, un inmortal ha nacido.

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Pero, decíamos, el amor es mucho más que esa tan especial relación de dos que se convierte en uno nuevo, diferente, pleno. El amor es, igualmente, un sentimiento que ha de extenderse a todo y a todos. Que busca la armonía y el Bien, que arroja Luz allí donde suele haber confusión y tinieblas.

Amar es ayudar

El amor, hay que decirlo, es un producto netamente humano pues no puede explicárselo por los instintos así como tampoco cabe encontrarlo en estructuras genéticos, reacciones físico químicas del cerebro o cadenas de ADN. El amor no tiene naturaleza física. Ni siquiera circunstancial o pasajera. A punto tal que, psicológicamente, puede afirmarse que las personas no se enamoran de otras personas, sino de conductas encarnadas por el otro.Amor danino

El amor es un sentimiento provocado por las conductas, de manera tal que es válido decir que se ha perdido el amor hacia alguien. Pero siendo válido, no es correcto en su esencia; puesto que no se ama a la persona física – eso suele ser, generalmente, sólo una fascinación que tiene límites – sino su manera de comportarse, sus acciones; en fin: sus manifestaciones espirituales. Por esta razón, y no otra, hay relaciones amorosas que resultan inexplicables si no se pone atención para comprenderlas.

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Lo que incluye a las conductas heroicas y los sacrificios sublimes. Por que, si no es por amor, cómo entender a una persona que pide ocupar el lugar de otra para realizar una tarea que pone en peligro su propia vida, y que – de hecho – en más de una ocasión termina con su existencia. Podemos entender que un hombre miserable se disfrazara de mujer para conseguir un lugar seguro en el bote salvavidas del Titanic, ¿pero cómo explicar si no es por acción del amor que otro haya cedido su sitio a una mujer angustiada por que no volvería a ver a sus hijos que la esperaban en tierra firme? Ese hombre firmaba, de esa manera, su propia sentencia de muerte; pero haciendo uso de su libertad personal lo prefirió de tal manera. Eso sólo puede lograrlo un sentimiento trascendente de amor.

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Estamos de acuerdo en que el amor surge de manera espontánea pero que, a partir de allí, se convierte en una construcción intelectual de trabajo cotidiano. La pasión, que en ciertos momentos va de la mano con el amor, es irreflexiva e impulsiva; el amor no. Por el contrario se convierte en fruto madurado de la responsabilidad. Sentir amor otorga derechos, mas genera ineludibles deberes.

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Llegado a este punto, conviene transcribir algunos párrafos de la más exacta descripción del amor que se haya hecho hasta el momento. Nos referimos a una de las cartas del Apóstol Pablo a los Corintios. Allí se lee:

“El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor,; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.

Antonio Las Heras es doctor en Psicología Social y magíster en Psicoanálisis. Dirige el Instituto de Estudios e Investigaciones Junguianas de la Sociedad Científica Argentina y preside la Comisión del Libro de Filosofía, Historia y Ciencias Sociales de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Sus más recientes libros son “La Madre María, biografía de una mujer extraordinaria” y “Pancho Sierra, El Resero del Infinito.” alasheras@hotmail.com